Somos millones en esta isla errónea y apenas alguno sabe que llevamos vidas de náufrago

lunes, 30 de mayo de 2016

Regreso a Innisfree

Un placer presentar a Chesús Yuste en La Vorágine. Un placer recorrer Irlanda con el pensamiento y con su mirada sabia.

Texto de la presentación// El Síndrome de Oisín o por qué nos gusta Irlanda

Cuenta Chesús Yuste, en uno de los relatos de su libro “Regreso a Innisfree, que existe gente por el mundo sin una especial relación a priori con Irlanda, pero con una fascinación tal por ese país que, en muchas ocasiones, acaba convirtiéndose en una obsesión.
A tal circunstancia, por boca de uno de sus personajes, la denomina como “hibernitis” (de Hibernia, nombre que dieron los romanos a la isla verde). La “hibernitis”, o en una acepción más culta, el Síndrome de Oisín, viene a ser como una enfermedad del espíritu, de la que afirma Chesús (medio en broma) que, “según la Organización Mundial de la Salud, no tiene cura, pero, por lo menos es bastante saludable”.

A Chesús lo conocí en persona no hace mucho, en un viaje relámpago que hice a Zaragoza, aunque, para entonces había disfrutado de los relatos ya mencionados y de su novela “La mirada del Bosque”, también leía habitualmente su blog Innisfree 1916, y  había seguido sus discursos en la tribuna del Congreso de los Diputados, como representante de la Chunta Aragonesista y sucesor en el puesto del querido José Antonio Labordeta.
Él, parece ser que también sabía algo de mí, ya que al menos había leído un poema que escribí a raíz de una visita que hice, hace tiempo, al barrio católico del Bogside, en la ciudad de Derry, y supongo que, como sucede en estos casos, nos habíamos reconocido como lo que somos: esa gente rara que padece de “hibernitis”.  

A la primera ocasión sacó el tema y me preguntó cuál era el motivo de mi atracción por las tierras de Éirinn; y tengo que reconocer que mi respuesta, a pesar de que me esperaba su curiosidad, fue vaga y supongo que un poco decepcionante. Y es que asegurar que se trató de un hechizo literario es decir muy poco. Porque, en resumidas cuentas, ¿qué había leído yo de la vasta nómina de escritores irlandeses? Me enamoré de los poemas de Seamus Heaney, regresé a Innisfree con William Butler Yeats, disfruté de La Boca Pobre de Flainn O’Brien, busqué el caldero de oro con James Stephens, contemplé el mar con John Banville…
Sin embargo no pude finalizar la travesía de las Islas de Aran con John Millington Synge, no he leído nada en mi vida de Samuel Beckett, muy por encima a Jonathan Swift y, lo que es peor, hasta el momento he tenido pánico a caminar Dublín con el Ulises de Joyce. O sea que la literatura no lo explica todo.
¿Tal vez el cine? ¿John Ford y su hombre tranquilo? ¿la típica y brutal ironía que se les atribuye a los irlandeses?: “Yankee, me estás empezando a caer bien. Tu viuda, es decir mi hermana, no ha elegido mal del todo” le dice su cuñado al personaje que encarna John Wayne en mitad de una monumental y “homérica” trifulca a puñetazos; a lo cual éste, con la misma coña, responde, “yo también te estoy cogiendo cariño”.
O quizá esa pequeña historia que transcurre en una estación rural, de la cual el tren nunca acaba de salir, a pesar de que el jefe de estación se pasa todo el metraje gritando que el ferrocarril solamente se detendrá “five minutes only, five minutes only”.
No lo sé. No obstante, nunca me olvido de una escena del “Café Irlandés” de Stephen Frears, en la cual el personaje de Colm Meaney, casi al final de la película, una vez que ha acudido al hospital y ha comprobado que su nieto, de padre incógnito, ha nacido en perfectas condiciones, se marcha al pub de enfrente, se pide una pinta de cerveza negra y se la trasiega a la brava, feliz, con la sana convicción y la tranquilidad del deber cumplido. Puedo asegurar que yo esa pinta me la tomé con él en cada ocasión que he visto la película. ¿Pero está ahí la respuesta a la “hibernitis”?

A veces, también pienso que el objeto de mi atracción es la historia de ese país, repleta de gente valiente y desgraciada, pero echo la vista al mío y comprendo que la historia del hombre en todos los puntos del planeta rebosa de gente así.

La primera vez que pisé Irlanda, sin apenas haber dado cuatro pasos y aún emocionado por el momento, me tropecé de bruces con un cura ataviado a la antigua usanza, al cual, sin querer, me quedé mirando fijamente, tal vez extrañado porque pensé por un momento que había regresado a mi infancia española. El sacerdote no me dijo nada. Solamente levantó su mano derecha, me bendijo haciendo la señal de la cruz y siguió su camino. Y allí me quedé yo, anonadado, sin saber muy bien que extraño mérito, o demérito, me había hecho pasar por aquel trance. No, definitivamente la religión no tiene nada que ver.

En otra ocasión, cruzando en furgoneta la localidad de Bushmills, en Irlanda del Norte, acobardado por la cantidad de aceras y paredes decoradas con los colores de la Union Jack inglesa, lo cual me decía que entraba en territorio protestante, me encontré en una calle con una caravana calcinada, y a su alrededor unos cuantos jóvenes con la cabeza rapada. Uno de ellos, a mi paso, se puso, con semblante retador, un dedo en el cuello a la altura de su oreja y lo cruzó hasta la otra oreja. Gesto que habla por sí solo y que se entiende en todo el mundo. Y la verdad es que no fue nada halagüeño. Así que quizá lo de la hospitalidad tampoco va a ser. O sí, porque en otros lugares he de decir que siempre me trataron más que bien.

Entonces, ¿puede ser la música?, ¿esa música capaz de hacerte llorar de alegría y bailar con la tristeza?
A tenor de la experiencia que tuve en la ciudad de Cong, en Connemara, famosa por ser el lugar de rodaje de “El hombre tranquilo”, debería decir que no. Y es que la noche y el cierre del local me pilló en un pub, conversando alegremente con algunos parroquianos, cargados todos con las suficientes cervezas. De pronto todos ellos se pusieron en pie al tiempo que sonaban las primeras notas de lo que entendí que era el himno nacional. Y si he de ser sincero, por mucha mano al pecho y mucha marcialidad, a mí la música patriótica o militar sigue sin decirme nada de nada, aunque la cante un batallón de rebeldes irlandeses a punto de ocupar la city londinense.
Y sin embargo sí. La música tiene algo especial.
Un amigo, al que sigo echando mucho de menos, siempre decía que si tú caminabas por una calle y escuchabas que de un bar salía a raudales una canción de los Creedence, tú te debías abalanzar hasta la barra costara lo que costase. Era su forma de conocer a primer oído las cualidades de un local. Bien. Pues eso me pasa a mí cada vez que escucho una gaita, un violín o un bodhran. Pero también me pasa con los Creedence, que por lo que sé no tienen nada de irlandeses.

En fin, que acabo como empecé: En el más verde de los misterios.

Y con esto definitivamente termino, porque aunque los habitantes de Eire consideren que cuando Dios hizo el tiempo, hizo mucho, no deseo aburrirles más. Tengan consideración y comprendan que explico todo esto para intentar entenderme a mí mismo y a este señor que me acompaña o, al menos, saber algo más del maldito virus que nos asola, aunque tengo la impresión de que no hay manera de descubrirlo, cual mal de las vacas locas. Por tanto termino con un proverbio atribuido a la mala leche irlandesa, con la secreta intención de que les sirva como conjuro, si no para ahuyentar el mal que nosotros padecemos, al menos para saber por dónde pisan ustedes: “Si nos aman, que sea en buena hora; a aquellos que no nos aman que Dios cambie los sentimientos de sus corazones; y sin no, que les tuerza los tobillos para que los reconozcamos al verlos cojear”.

                             
                                                                 Mariano Calvo Haya
                                                                   26 de mayo de 2016

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